lunes, 7 de septiembre de 2009

Exhibiciones



El Alcalde de Barcelona ha añadido su voz a las muchas que claman delante del Ayuntamiento exigiendo que alguien haga algo. Experto en tocar el violín asegura que él solo pasaba por allí, y que ya hace tiempo que está preocupado por tanta puta callejera. Dice que, mientras los legisladores no hagan una ley que le permita exterminarlas, no puede hacer nada.

Me extrañan estas cosas. En Sitges hay una ordenanza municipal que pena ir por la calle con el torso a la fresca. Hay unos urbanos dedicados a advertir a los acalorados, y a multarles si se niegan a taparse.

En Barcelona, en cambio, se sigue la estricta letra del código penal. Según éste, la exhibición impúdica, aún de las pudendas partes, no es motivo de pena a menos que se acompañe de 'escándalo público' lo que exige la presencia de niños o disminuídos psíquicos y el ánimo de escandalizar.

O sea que, si no hay niños ni retrasados, puede usted enseñar sus pertrechos o pasear en pelotas por la ciudad condal. Circulan por Barcelona tres o cuatro fanfarrones adictos al paseo a pelo, por las calles del centro. Ignoro si se trata de un hobby, una provocación o una promesa a la Virgen. Uno de ellos, el más conspicuo en enseñanza, exhibe un pedazo de mostrenco pródigo en largueza y envergadura que pendulea al ritmo de su marcha, la cual oscila del paso al trote cochinero. A veces se cruza con niños, pero no sé de ninguna controversia, acaso porque no se queda quieto en ningún sitio ni se soba el solomillo en aras de engrandecerlo o solazarlo.

Otro naturista se pasea en bicicleta por la Diagonal. A veces es denostado por personas pacatas que salen de alguna misa (hay más de un convento en la Diagonal), y ha llegado a intervenir la Urbana para protegerle de algún paraguazo impartido por beatas airadas. Sospecho que en el pecado va la penitencia, pues no debe de ser bueno esto de andar pedaleando con los cataplines fregando el sillín de la bicicleta.

La crisis ha traído otros vicios públicos. Los indigentes barceloneses, algunos de ellos, se almacenaban en pisos-patera donde cincuenta o más atorrantes podían acoplar sus huesos en habitaciones con ocho metros cuadrados de ruina pura. Ahora no pueden pagar la exigua renta, aparte de que ha aumentado el número de ellos. Esa coyuntura atasca los albergues municipales, donde ya no duchan a los aspirantes, se limitan a lavarles los pies (hay que ahorrar). Los sin techo han pasado a dormir en los parques públicos, aunque no de noche. La oscuridad es peligrosa y, en ese submundo, se mata por unos zapatos o por una botella de vino.

O sea que duermen de día, y deponen sus defecaciones y orines en la zona de juegos para niños (no sin competir con los perros cuyos dueños les pasean, de preferencia, en las zonas donde se prohibe la entrada canina). Muestran sus penurias y guarradas en las escasas zonas verdes.

Los niños ya no van a los parques, salvo los de familias en riesgo de exclusión social, las cuales ni perciben el hedor de estas miserias. Anteayer me informó una de mis colaboradoras del estupor de uno de sus conocidos, vecino de la Catedral del Mar, que se topó a las 8 de la mañana con dos mendigos borrachos, uno masturbándose y el otro ayudándole con la boca, entrambos en pleno paseo del Borne, cabe a la Basílica. El Borne es otra zona de la ciudad antigua que, junto con el Raval, ha gozado de la atracción presuntuosa que, desde las jodidas olimpiadas del 92, le clavaron las municipalidades empeñadas en fingir que la ciudad sería capital mundial del diseño pijoprogre, insustancial y antipragmático.

Barcelona, capital de la modernidad, de la inoperancia administrativa y récord Guiness de meadas por centímetro cúbico. Ahora, meca del exhibicionismo mugriento. El Alcalde, récord Guiness del desahogo, chilla contra no se sabe quién.

Siguen las exhibiciones y alardes policiales en las Ramblas, todavía.

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